Posiblemente a las 15h de la tarde del jueves 18 de octubre
de 2018 en un urbano, al que suben dos féminas, reminiscencia la una de la otra
con 30 años de diferencia.
Primero se acomoda la más joven en el asiento del pasillo,
mientras la otra valida el bonobús. Una vez efectuado ese trámite por partida
doble, esta última busca entre la multitud a su “yo” versión infantil y cuando
lo encuentra, le insta a que se cambie de sitio y pase a ocupar el de la
ventanilla. Quien, sin embargo, solo acepta hacerlo con una única condición:
- -
¡Contraseña!
De forma instantánea, la segunda acerca su rostro al de la
niña y le da un sonoro beso –quizá incluso más que el requerimiento de la pequeña- en la
mejilla. Gesto que automáticamente da paso a la cesión del “trono” en favor de
la madre.
Para mí, como testigo casual de esa entrañable escena,
hubiese sido aún mejor si la voz que entonara dicha cláusula hubiera sido de
otra hija.
Una, que se niega a desvelar sus contraseñas. O que quizá ha
olvidado por el desuso, cuáles eran.