sábado, 8 de diciembre de 2018

La magdalena de Iris.


Fue Proust quien dijo que la exposición a un estímulo olfativo desencadenaba un recuerdo de manera detallada. A él, una magdalena mojada en té le trasladaba a su más tierna infancia en casa de su tía.


Pues bien, en este caso fueron no una, sino unas, las magdalenas que evocaron la memoria de una persona que decidió carecer de nuevos recuerdos. A mí personalmente me transportaron hasta el concierto privado que traspasaba nuestras paredes y techos compartidos y que semanalmente me dejaba pegada a ellos en absoluto silencio para no perderme ni una sola de las notas que emanababn de sus manos.
Un recuerdo sonoro que culminó con un cuerpo vibrando al ritmo de las gotas que mojaron sin compás el hombro de un abrigo, abrazándolo porque  ya no era un hombre.
Y todo eso, sin probarlas y sin olerlas nadie.


En cambio, la primera magdalena, la causante de estas últimas (pero solo hasta la fecha), no fue ningún vesitgio. Todo lo contrario: una auténtica revelación, una declaración de intenciones aun antes de hornearlas y poder llamarlas como tales.
¡Era increíble! Estaba temblando: mi alma lloraba... POR una magdalena. Pero de pura emoción.


No como la voz entrecortada debida al llanto lleno de pena y dolor a la que intenté endulzar el mal trago de solo tener recuerdos de su infancia con algo que -irónicamente- lleva el nombre de una mujer que no dejaba de llorar.