Nunca cogió ese
flyer y por tanto nunca leyó su contenido.
Nunca llegó a
presentarse a las puertas del antiguo edificio donde iba a tener
lugar el acto.
Nunca entregó la
invitación en recepción ni recibió las indicaciones de que debía
subir en el ascensor del final del pasillo, el único que daba acceso
hasta la sexta planta.
Nunca tuvo la
tentación, una vez terminado el tour, de tomar un poco el
aire en la azotea con esas vistas iluminando el horizonte.
Nunca empujó las
puertas que solamente debía empujar en caso de emergencia.
Nunca tuvo que
esperar a que alguien se diera cuenta de que al otro lado de la
cristalera, había otro alguien a quien el reloj se le había
detenido en el momento en el que cruzó a ese otro lado.
Nunca contestó a
esa pregunta para la cual no tenía respuesta. O sí la tenía, pero
no sabía si era eso lo que quería contestar realmente.
Nunca aceptó
cortésmente lo que de verdad quería declinar con un simple “no”.
Ni confesó que “su” emergencia, había emergido varias horas
antes, que tenía más de una razón que le había “empujado”
hasta allí.
Nunca lo hizo,
porque nunca cogió ese flyer que contenía aquel libro a modo de marcapáginas. Y por tanto, nunca supo que las
vidrieras no siempre se mimetizan con el paisaje, que a veces hay que
mirar a través de ellas. Que no siempre basta con mirar a los ojos,
que hay que verlos, verse a uno mismo en ellos. Y que cuando no
tienes un par a mano, es suficiente con dirigir los tuyos -tu mirada-
a un cristal.
Porque a veces lo
que refleja es otros ojos en los que mirarte.
Porque nunca y
siempre se encuentran a veces, en otra dirección.
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