Capital hispalense.
Jueves 7 de
septiembre de 2017.
Diez y algo de la
mañana:
Me dispongo
a entrar en una capilla de cuyo nombre no voy a hacer mención y el
cual pregunto cuando una monja abre la puerta que permanece
literalmente cerrada. Ésta, me confirma tanto que es el lugar que
estaba en primer término en mi lista -por una promesa incumplida de
quien soy sombra (excepto en esta visita)-; y que de forma figurada,
la única figura cerrada más allá de la embalsamada en la urna de
cristal del interior, es la que sostiene la hoja de madera maciza en
ángulo de 45º impidiéndome el paso tras echar una ojeada a mi
-según ella- «cortita»
indumentaria:
- Sí, es aquí -contesta-, pero para entrar tienes que ponerte un pañuelo. -Señalando mis shorts, que solo muestran mis miembros inferiores.
Sigo sus
indicaciones y me lo coloco a modo pareo sin mediar una palabra. Al
fin y al cabo, es una promesa que mediante mi se debe cumplir.
Una vez sentada en
el banco, me fijo en cómo van vestidos, o mejor dicho, de tapados,
el resto. Todos cubren una porción mayor del órgano más extenso de
nuestro cuerpo.
Aunque nada comparado con la que expone
la “joven” monja/botones en cuestión, teniendo en cuenta que
únicamente se le aprecia el rostro. Tanto para dilucidar su fecha de
nacimiento como para tomarlo como valor de referencia.
Y soy incapaz de
concentrarme en lo que he venido a hacer, y no únicamente por mi
falta de costumbre: me separé de Dios cuando los que le seguían se
alejaron de mí. La indirecta de que mis piernas son ofensivas o
indecentes me indigna y me ofende como persona y como mujer.
En ese momento, una preadolescente se
coloca a la altura del altar. Lleva unos pantalones de la misma
longitud que los míos. Lo sé porque no los tapa un pareo de playa
-rosa, para más inri-.
Al poco, otras dos niñas que deben ser
hermanas ya que van conjuntadas, visten sendos pantaloncitos cortos
cuya tela esconderá igual incluso menos piel que yo.
¿La diferencia? La edad.
Esa que me impide
ocupar la zona de juegos vacía del Parque de Mª Luisa unas horas
más tarde, y que mi yo que en otro tiempo fui nunca quería dejar
libre. A esa parte volveremos después.
Así que dejo
libre, ahora sí, mi asiento. Conforme me pongo en
pie, deshago el nudo que me han obligado a atar: he pasado la prueba
del pañuelo.
La susodicha monja continúa en su puesto de control de aduanas.
Detiene el tráfico humano, una mujer no ha pasado la criba: no
cumple con los estándares de honradez y debe cubrirse la blusa de
tirantes color blanco inmaculado que cubre, así mismo, su pecho en
totalidad. Ése con el que la monja debió -o, quizá no- alimentarse
cuando la desnudez, aún no es un pecado. Por lo que su rostro y el
resto de su atuendo eclesiástico desaparecen en pos de otro pañuelo.
Mientras tanto, levanto el mio en señal de victoria -por fin me voy
de allí-, pero también de solidaridad hacia las “manchadas”. La
señora entonces, dirige su mirada en dirección a su blusa y yo
dirijo la mía hacia los ojos de ella. Cuando ambas se cruzan, nos
sentimos identificadas sin necesidad de carteles anunciando que lo
estamos.
Muy a mi pesar, a
veces las palabras sobran.
Igual que le sobraba, de nuevo en el Parque Mª Luisa, a un crío la
ropa. Aquel, al que nadie miraba por tratarse de un bebé.
Aunque los 40º sean los mismos, para esta servidora, esa monja y
aquel bebé.
NOTA INFORMATIVA:
Al ir a publicar la entrada en una biblioteca pública al día siguiente, me encuentro el siguiente mensaje:
Esta página no se puede mostrar
No, si al final va a resultar cierto que de una manera u otra, voy por la vida provocando.
Alucino...
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