martes, 26 de noviembre de 2013

Lo descubrí un día en el que andaba yo absorta en mis pensamientos, cómo no.
Pero un olor me sacó de mis ensoñaciones. Un olor que olía fantásticamente bien. No provenía de ninguna cocina, sino de un camping-gas en plena calle. 
Su casa es un carromato a dos ruedas sin paredes ni techo. Pero eso sí, con un suelo, público, pero un suelo sobre el que pisar y sobre el que dormir, a falta de colchón viscoelástico.
La única habitación que posee tiene vistas, olores, sonidos, gusto y tacto a la calle, a cualquier calle, pero preferentemente a la Calle Princesa, qué ironía.

En aquel momento cocinaba un suculento trozo de carne aderezado con mil y una especias. Me llamó la atención la comparación con mi persona:  yo que disfruto hasta de baño propio, solo tengo un bote de orégano y esa persona le da más importancia a los aderezos que a los suelos y techos. Y quizá tenga razón porque dicen que somos lo que comemos.

Cada vez que paso por su "cocina" huelo un olor distinto, casi siempre su menú está compuesto por carne, pero a veces la acompaña de verdura muy bien cortada. Así que me aventuró a decir que fue cocinero a sueldo en algún momento de su vida.
La verdad, es que me gustaría preguntárselo, me gustaría preguntarle tantas cosas.

En cada ocasión en el que nuestras miradas se cruzan, aprovecho para mirarle a sus ojos, y ver que me dicen, sé que tienen mucho que contar. Y al final siempre soy yo la que abandona su mirada, porque deja de estar a la vista, tendría que detener el paso, o girar el cuello, pero no me atrevo a ello.
Él no pide nada, no hay ningún cartel que indique que necesita algo, pero si la primera necesidad del hombre es comunicarse, quizá la próxima vez deba preguntarle si recuerda el haberme visto antes, el haberme visto viéndole, no?

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